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Misteriosa Montmartre.


La llamó Ingrid. No la llamó Mónica, ni Graciela, ni Mirta. Ingrid. Aquellos nombres le recuerdan a la vecina de enfrente o a la muchacha que atiende la panadería en la otra calle o quizá a la mujer que lo espera en la cama cada noche. En cambio a Ingrid solo la vio una vez y la pintó cien. Fue hace más de cincuenta o sesenta años, sin embargo recuerda cada detalle de su rostro. Su fino cuello alargado, sus ojos apenas grises, sus manos blancas y muy especialmente sus pequeñas orejas. Todo ello lo vislumbra con exactitud pese al paso del tiempo. Y en el recuerdo, siente que el tiempo ya no es su enemigo sino su aliado. Que aunque pasaran cien años y él ya no estuviera en este mundo por lógicas razones, Ingrid aún andaría por ahí revoloteando, apoyando apenas sus pies en esta tierra, como un colibrí azaroso.

Volvía camino de Montmartre como cada tarde en aquellos días de soledad y hastío. Llevaba sus acuarelas algo mustias, sus lienzos inmaculados como un manto virginal, sus pinceles chuzos como pequeños espinillos resecos y sus bosquejos a medio hacer. Llevaba también su joven aburrimiento, su sequedad creativa, sus dudas. La noche anterior había soñado con un azul índigo casi perfecto, propio de un cielo de Cezanne. Sin embargo no había logrado más que dos o tres pinceladas verduscas o amarillentas como tajos en la tela, pero nada de aquel índigo soñado. Ni un fugaz trazo de aquel color armonioso y celestial.

El día señalado, de regreso a la pensión que compartía con otros inocuos e improvisados artistas, se detuvo en aquel puente a acomodar su pensamientos. Le gustaba ese lugar. Un solitario farolito se erguía presuntuoso pese a que la luz que enarbolaba era tan vacilante como una luciérnaga. Cerró los ojos y se sintió tan solo como el farol. Súbitamente un cosquilleo le corrió por la espalda. Un pintor no era pintor por pintar en Montmartre. ¡Qué descubrimiento! ¿Qué hacía allí entonces? Se sintió mareado, quizá por sus cavilaciones existenciales, quizá simplemente porque no había comido nada desde la mañana. La niebla parisina lo envolvió como una bocanada de aire gris, pesado. Las acuarelas se le deslizaron de sus manos y cayeron tintineantes sobre el adoquinado. La luz del farol pestañeó. Y en el instante del guiño lumínico, de entre la bruma sobre la callecita camino a Montmartre, se recortó su figura como un relámpago en medio de la borrasca. Como una fugaz estrella en noche cerrada. Como una pincelada gloriosa. Esa, la del color índigo soñado. El pintor boqueó como un pececito al que sorpresivamente sacan del agua. Tragó saliva y en los segundos, minutos, horas que duró su aparición, solo la miró. La miró y la miró. Era Ingrid.

Llevaba un vestido de estampados vivaces y de su mano izquierda colgaba un ramo de magnolias tomadas por un lazo color azul índigo, el azul más precioso jamás pintado. Las flores golpeteaban sobre sus muslos firmes y dorados como un sol. Sus rodillas perfectas como las de una escultura de Roden, aparecían y desparecían debajo de la ondulante falda que se deslizaba hacia arriba y hacia abajo al ritmo de su andar gatuno. No le habló, mucho menos la siguió. Sólo se impregnó de su presencia para siempre.

¿Aquella muchacha era una fantasía o un color?

Ahora, a sus ochenta y tantos años, el pintor posa el pincel en su paleta, sobre el logrado azul índigo. Lo remueve impregnándolo completamente. No quiere que se pierda ni una gota del color. Luego va a la tela y traza una línea como una estela celestial. Y otra y otra. No es frenético. No. Es gozoso como un acorde de Bach. Es como si cada pincelada fuera Ingrid. Se adormece el pintor, y en su duermevela la ve asomarse en la ventana de su atelier, deambulando entre sus cuadros, posando desnuda entre sus sábanas, dibujada en sus lienzos, la ve desaparecer en la penumbrosa Montmartre. La ve en ninguna parte. Por un instante está otra vez parado allí en el puente, bajo el farol. Se siente joven y hermoso, aunque sus pensamientos ya estén algo gastados. ¿Con qué ha soñado realmente todos estos años? ¿Con aquel azul índigo imposible de plasmar en una tela, o con aquella muchacha mitad verdad, mitad ilusión?

En la puja contra el tiempo, en el recuerdo de lo imaginado, cree encontrar alguna verdad. Más por viejo que por sabio. Y se pregunta: ¿Para quién pinta un pintor? ¿Para sus ojos, o para los ojos de su amada? Y la respuesta aparece contundente y ligera a la vez, como un trazo en el lienzo. Pinta para Ingrid, para aquella Ingrid que todo pintor dibuja en sus fantasías, en sus sueños, en sus realidades.

Buenos Aires, 07 de marzo de 2015.

Sandra Ester Franzen.

© Todos los derechos reservados


Balbino Alonso Furni.

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